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La red colonial de las plantaciones de aceite de palma

December 2, 2021
Source
El País

República Democrática del Congo

Sin controles adecuados, inversores bienintencionados de todo el mundo pueden acabar respaldando proyectos muy alejados de sus principios: desde la deforestación de bosques tropicales hasta la explotación laboral, pasando por la optimización fiscal en beneficio de oscuras élites internacionales. Sucede en los bosques de África central, donde un negocio abusivo de palma aceitera desvela los fallos de los bancos de desarrollo europeos que lo apoyaron y ofrece lecciones para la protección de la selva más intacta del planet

GLÒRIA PALLARÈS

02 DIC 2021 - 21:15 EST

  • Un negocio centenario de palma aceitera en la RDC expone a la población a toneladas de residuos tóxicos tras comprometerse con bancos de desarrollo europeos a respetar los derechos humanos a cambio de un recorte masivo de su deuda millonaria. Desde hace un año, Plantations et Huileries du Congo (PHC) pertenece a empresas offshore.
  • La Agencia Española de Cooperación al Desarrollo (AECID) ha perdido el dinero que invirtió en la PHC hasta noviembre de 2020. Admite carencias en la supervisión de la inversión y reconoce que no se cumplieron los objetivos.
  • La PHC reincide a pesar de los mecanismos de control de los bancos de desarrollo, propiedad de gobiernos europeos. La opacidad de las instituciones financieras dificulta el seguimiento de las inversiones por parte de legisladores y sociedad civil.

El planeta conserva tres grandes bosques tropicales: Amazonía, sudeste asiático y Cuenca del Congo. Pero el mejor conservado es el tercero. Sus selvas, del tamaño de siete Españas, alimentan ríos en el cielo: flujos colosales de vapor de agua que emanan de las hojas y actúan como un termostato natural, regulando el clima de la región y del mundo. Sin embargo, estas zonas de vital importancia para el clima y la biodiversidad son también las tierras más propicias para la expansión de cultivos como la palma aceitera, que es originaria de África central y occidental.

La mayoría de las tierras aptas para la producción de aceite de palma, conocido como oro naranja, están en la República Democrática del Congo (RDC, 90 millones de habitantes), un país rico con gente pobre, con el río más profundo del mundo, el mayor bosque tropical de África y suelos idóneos para el caucho y el cacao. Posee la mayor producción mundial de cobalto, esencial para las baterías de coches eléctricos y de móviles, y la segunda de diamantes. Y sus riquezas llevan atrayendo a extranjeros desde el siglo XV. Los belgas colonizaron la zona entre 1885 y 1960, llegando a reducir la población congoleña a la mitad. La RDC conquistó su soberanía, pero hoy está entre los países más opacos y corruptos del mundo, según el Índice de Transparencia Internacional. Con 2.345 millones de kilómetros cuadrados, tiene una extensión de más de la mitad de la Unión Europea.

Y allí, en las selvas de África central, a orillas de estas aguas, se encuentra una de las plantaciones de palma aceitera más extensas y más antiguas del continente. En 1911, un vizconde inglés adquirió 750.000 hectáreas en el Congo belga, pasando a controlar un área del tamaño de 50 veces la ciudad de Londres. Quería hacer jabón. William H. Lever fundó así Plantations et Huileries du Congo Belge (PHC) y murió pensando en sus macro cultivos, origen del gigante alimentario Unilever, como un ejemplo de capitalismo moral. Más de cien años después, PHC se congratulaba de haber cuadruplicado los salarios en una década en un publirreportaje titulado Salvación socioeconómica en la RDC.

En realidad, las plantaciones coloniales de PHC prosperaron durante décadas gracias al trabajo forzado e, incluso, lo que pagaban tras el aumento salarial en 2019 era apenas un euro al día. Entre 2013 y 2020, el agronegocio estuvo controlado por bancos de desarrollo europeos, propiedad de gobiernos como el de España. Estos financiadores bilaterales invierten en el sector privado en países de renta media y baja a un interés inferior al de mercado. Y tienen un triple objetivo: ganar dinero, promover el crecimiento económico y aplicar la política de Cooperación de sus respectivos Estados.

Mapa de la época colonial mostrando la plantación de Elisabetha, hoy conocida como PHC-Lokutu. La actual RDC estuvo bajo el yugo europeo durante 75 años: primero, como propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica y, luego, como territorio administrado por este país. Entre 1880 y 1926, la población congoleña se desplomó a la mitad, en gran medida, por el trabajo forzado en el caucho, las minas y el aceite de palma. La RDC sigue siendo un país rico con gente pobre.GLORIA PALLARÉS

Los bancos de desarrollo invirtieron más de 130 millones de euros en la PHC entre 2013 y 2020 cuando, arruinada y llena de conflictos sociales, entró en bancarrota y pasó a manos de firmas de capital privado. España perdió el dinero que había invertido a través del Fondo Africano para la Agricultura, al que aportó 35 millones de euros. El Gobierno británico se despidió de más de 65 millones de euros en acciones. Sin embargo, Europa sigue vinculada a las plantaciones congoleñas.

La PHC debe 43 millones de euros a un consorcio de acreedores de Alemania, Bélgica, Holanda y Reino Unido, cuyos miembros están entre los diez mayores financiadores bilaterales de desarrollo del mundo. Para zanjar el tema, el consorcio ha decidido perdonar hasta el 80% de la deuda con una condición: que la PHC respete el medio ambiente y los derechos humanos tanto de sus 8.500 trabajadores como de las 100.000 personas que viven dentro o junto a sus concesiones. Pero las cosas no están saliendo como se esperaba, ni con uno, ni con otro, tal y como EL PAÍS ha podido constatar en vivo en el país africano.

Exposición a productos tóxicos, peligrosos y radiactivos

La PHC actual controla 107.000 hectáreas. El 76% de la empresa pertenece a firmas de capital privado domiciliadas en las Islas Caimán, Mauricio y Delaware y, el resto, al Gobierno congoleño. El principal cliente de la PHC es Groupe Rawji, un conglomerado familiar que, además de procesar alimentos y detergentes en la RDC, controla el mayor banco del país y maneja negocios variopintos en lugares como Alemania, Dubai, India y China.

La mayor de las tres plantaciones de PHC, del tamaño de la ciudad de Madrid, está a 13 horas de Kisangani, la capital de Tshopo, en canoa motorizada o a cinco en lancha rápida. Como un desierto verde, el palmeral de Lokutu se extiende desde la inmensidad del río Congo hasta los confines del segundo mayor bosque tropical del planeta, atrapando poblados, escuelas y sepulturas.

En junio de 2021, la empresa y dos altos cargos del Gobierno provincial congoleño colaboraron en la “destrucción de 20 toneladas de productos fitosanitarios, tóxicos, peligrosos y radiactivos caducados”, según un acta de la Coordinación de Medio Ambiente de la provincia de Tshopo a la que tuvo acceso EL PAÍS. Pesticidas, fertilizantes químicos, sosa cáustica y baterías de plomo, cadmio y níquel acumulaban polvo en siete almacenes y un laboratorio de la plantación en Lokutu; en algunos casos, desde la época de Unilever, que controló las plantaciones hasta 2009.

Los lugareños, intrigados, sondearon el terreno con palos y desenterraron cuanto pudieron con la esperanza de venderlo o reutilizarlo. No es difícil: el lugar está a solo un kilómetro del barrio de trabajadores de Yalikito, a 900 metros de su fuente de agua y junto al atajo que lleva a los huertos de maíz y al barrio vecino. Luego llovió, rebrotaron las plantas y empezaron a ir niñas a recoger hojas de mandioca para la comida familiar, deambulando descalzas entre exudaciones químicas pestilentes, bidones de ácido en polvo resquebrajados y baterías de plomo escacharradas.

“Yo estoy siempre aquí”, afirma el anciano jefe de Yalikito, Jean Buinga Ilanga, sentado bajo un cobertizo de barro y hojas de palma. “Vi pasar a los camiones y a la delegación, pero nadie vino a informarme y tampoco me atreví a preguntar. ¿Qué podemos hacer? Vivimos en su concesión y somos sus inquilinos” se pregunta, señalando unas casas ennegrecidas y agrietadas de la época del imperio de Lever.

Arrojar desechos industriales a hogueras abiertas y vertederos no controlados contamina el agua y el suelo, y expone a las personas a productos tóxicos. “En países con una gobernanza débil, los operadores [económicos] son más responsables que nunca de seguir buenas prácticas”, afirma desde Brazzaville (República del Congo) el experto en saneamiento e higiene de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Guy Mbayo Kakumbi. “Informar a las comunidades sobre el destino de los residuos, alertarlas de los riesgos y actuar con ética es lo mínimo”.

La empresa sostiene que ella no destruyó ni inactivó nada, sino que se limitó a confiar la gestión de los residuos a la Coordinación Provincial de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible. “Todos los procedimientos en vigor han sido respetados”, respondió el pasado noviembre a EL PAÍS la gestora de Programas Ambientales, Sociales y de Gobernanza de la PHC, Fanny Salmon. “La PHC lamenta constatar que la población local no ha respetado la zona y ha ido a desenterrar baterías para recuperar el plomo y otros [materiales]. Se adoptarán de forma inmediata medidas para reforzar la seguridad”.

El plomo es un metal pesado altamente tóxico cuando se ingiere o se inhala. Se degrada muy despacio, de modo que los sitios contaminados pueden ser peligrosos durante décadas. Según la OMS, no se conoce un nivel seguro de exposición al plomo, cuyos efectos son especialmente graves en niños y embarazadas.

“Tanto las autoridades congoleñas como la empresa tienen el deber de asegurar que los residuos tóxicos con plomo se desechan de una forma segura que no infrinja el derecho de las comunidades a la salud y a un medio ambiente sano”, afirma desde Nueva York la experta de Human Rights Watch (HRW) Luciana Téllez Chávez. Asimismo, “los bancos de desarrollo tienen la obligación de defender los compromisos internacionales de sus países sobre derechos humanos, también en el extranjero”, remarca.

La PHC contestó a todas las preguntas excepto a dos. Una era si el transporte y destrucción de los productos, que ella misma facilitó y presenció, cumple con los principios internacionales con los que dice alinearse, incluyendo los del Plan Ambiental y Social que acordó con los acreedores europeos. La segunda era qué estándares técnicos seguían los métodos utilizados. La empresa no respondió.

Los responsables de la Administración congoleña encargados de la supervisión que viajaron a Lokutu a cuenta de la compañía, tampoco.

El 98% de los inspectores, sin salario

El proceso que culminó en este episodio había empezado un año antes, en 2020, cuando la policía judicial precintó los almacenes y el laboratorio durante una inspección rutinaria por albergar productos caducados desde hacía más de una década.

Este junio, el entonces coordinador provincial de Medio Ambiente, Félicien Malu, y el consejero político en la materia, Dieu Merci Assumani, fueron a desprecintar las instalaciones, coincidiendo con la ausencia del nuevo gobernador, Maurice Abibu Sakapela. Cuando este se enteró, les ordenó regresar de inmediato a Kisangani, la capital de Tshopo. En agosto, los dos funcionarios fueron relevados de sus puestos.

“Aquí no hay infraestructuras para tratar residuos agroindustriales, y lo apropiado habría sido llevarlos a Uganda”, explica el director de la Agencia Congoleña de Medio Ambiente en Kisangani, Guy Mondele. “Lo que ocurre es que la Coordinación Provincial de Medio Ambiente es, sobre todo, un servicio de caza de infracciones y de recaudación. Lo que prioriza es el cobro”.

La Coordinación tiene 138 empleados, de los que “solo uno o dos cobran un salario”, según fuentes de la misma. Como muchas otras entidades descentralizadas de la RDC, no recibe fondos del Gobierno nacional para gastos ordinarios, como comprar blocs de notas o bolígrafos. Debido a la falta de medios, los empleados tampoco se pueden desplazar por Tshopo, un tapiz de bosques tropicales primarios, ciénagas y turberas del tamaño de media Francia que constituye la mayor provincia boscosa del país.

“Se supone que debemos inspeccionar las concesiones agroindustriales y forestales de forma periódica”, explica un agente de la policía judicial que prefiere no desvelar su nombre por temor a represalias. “En la práctica, solo podemos ir si las propias empresas se hacen cargo del transporte y nos dan una paga diaria: la mitad del dinero es para nosotros y, el resto, para nuestros superiores. ¿Cómo podemos hacer controles independientes en estas condiciones?”.

Y los bancos europeos de desarrollo, ¿cómo monitorizan el impacto ambiental y social de sus más de 2.000 inversiones, valoradas en miles de millones de euros, en lugares críticos para la biodiversidad y el clima como la Cuenca del Congo?

Inversiones difíciles de controlar

La PHC da por cerrado el episodio de los desechos. Indica que abonó la multa correspondiente a la Dirección Provincial de Recaudación en abril de 2021, mostrando el recibo de un importe equivalente a 28.000 euros. También rechaza haber realizado pagos directos a ningún funcionario.

Los acreedores europeos conocían la infracción, según afirmó el banco de desarrollo alemán (DEG) por correo electrónico en nombre del consorcio. También sabían que, en un principio, las autoridades habían intentado imponer unas multas “abusivas” a la PHC, en palabras de la propia empresa. Lo que los bancos alemán (DEG), belga (BIO), holandés (FMO) y británico (CDC Group) desconocían era el destino de las 20 toneladas de productos fitosanitarios, tóxicos, peligrosos y radiactivos caducados.